Siempre he creído que cada vida humana cuenta. Cada hombre, mujer y niño de este mundo es como un copo de nieve, similares en apariencia, pero únicos cuando se los observa de cerca. Cuando una vida se extingue, cuando desaparece, lo hace meramente en el plano terreno, pero permanece para siempre en la mente y el corazón de los que quedamos atrás, hollando esta tierra por Dios sabrá cuántos años más.
El valor de esa diferencia intrínseca es lo que nos convierte en únicos e irremplazables. Una vida extinta representa una miríada de oportunidades perdidas.
Cuando alguien desaparece, deja un hueco en nuestra memoria. Tenemos la costumbre de situar cada cosa en su lugar y reservar un lugar para cada cosa, y la vida de amigos y conocidos no escapa al organigrama de nuestra cabeza. Por eso, cuando alguien desaparece, nos cuesta asumirlo. Hay que reordenar el esquema, tachar un nombre o una imagen mental y acostumbrarse a su falta, a su actualización, a la nueva situación.
Hace unos días, casualmente, pensaba en un antiguo compañero de estudios. No sé por qué, de vez en cuando nos vienen a la mente personas a las que añoramos, de las que hace tiempo que no sabemos y ello nos lleva a prometernos firmemente tomar el auricular del teléfono y marcar su número para interesarnos por sus últimas novedades, su estado de ánimo, lo que le ha sucedido últimamente. Hoy he sabido que no podré hacerlo con él, porque nos ha dejado.
Desde que me han dado la noticia, me he quedado en un estado de aturdimiento. Nunca he sabido afrontar muy bien las pérdidas y llevo unas cuántas en estos últimos años. Los amantes de la lógica dirán que me cuesta reorganizar mi esquema interno. Otros apostarán por la honda pena que supone asistir al fallecimiento de alguien a quien conocías y estimabas. Yo no sé muy bien en qué consiste ese aturdimiento, pero sé que lo padezco, que me afecta y que no encuentro consuelo. Y mi dolor no es nada comparado con la familia que deja atrás.
Son tantos con los que nos gustaría estar en contacto, que resulta imposible. Cada año que pasa, suma nuevas personas que se reservan un pedacito de nuestro cariño, pero, aunque no llamemos, no enviemos un e-mail o un mensaje de texto, los conservamos ahí, en el corazón.
Manolo era una de estas personas.
Sé que un día volveremos a vernos, libres del estrés y de las obligaciones que nos mantuvieron alejados en los últimos años. Entonces tendremos ocasión de ponernos al día.
Va por ti, amigo, donde quiera que estés.
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