La vida nos brinda la oportunidad de ser lo que somos, aunque siempre condicionados por nuestro entorno, el lugar en el que nacemos y, como no, la siempre ansiada y poco reconocida (especialmente por aquellos que la poseen) suerte, pero, ¿qué somos en realidad?
Para la Seguridad Social somos un número; para los políticos, un voto; para las marcas comerciales, un objetivo potencial. De acuerdo, los intereses condicionan la perspectiva que los demás tienen de nosotros, pero, ¿no somos responsables de permitirles modificar nuestra esencia a su antojo? ¿Dónde ha quedado el lado trascendente? ¿Qué ha sido de la espiritualidad del ser humano? ¿Están en desuso?
El hombre (no es necesario dividirnos en géneros por mucho que se empeñen algunos últimamente) es una criatura compleja. Podríamos reducir el símil atendiendo a las nuevas tecnologías para decir que, al igual que los ordenadores, poseemos un hardware (nuestro cuerpo y sus necesidades de mantenimiento básicas) y también un software (aquel conjunto de programas que nos permite funcionar). Así, el poder de la voluntad, la capacidad para razonar autónomamente y demás cualidades que nos elevan (o no) ligeramente por encima del resto de bestias que pueblan el planeta, supeditan la misma condición de lo que somos, tanto física como, obviamente, de manera mental y espiritual.
Decían los antiguos griegos que estamos compuestos por cuerpo, mente y alma/espíritu. Si bien no es necesario aclarar que nos encontramos inmersos en tiempos que explotan y conceden una importancia desmedida a la imagen (el físico prima sobre todo lo demás), ¿qué ha sido de la mente, el espíritu y el alma?
El ser humano es una criatura trascendente por naturaleza y ya mostraba signos desde el albor de los tiempos. Encontramos muestras de inteligencia y espiritualidad en las maravillosas pinturas rupestres de las cuevas prehistóricas que, en muchos casos, ni siquiera fueron habitadas, sino que ejercían como una suerte de santuarios que el hechicero o shaman empleaba para sus rituales, muchos de ellos ligados intrínsecamente a una dual naturaleza que concedía la superioridad a lo invisible y que, no obstante, la gruta, como elemento tangible, lograba aunar en uno solo. Exactamente lo contrario que hoy en día intentan inculcarnos. ¿Acaso no es célebre la frase “yo creo que existe una inteligencia superior, pero no se corresponde con ninguna de las religiones que conozco”? Bien, a pesar de los pesares, en algún oscuro rincón de lo que somos, continúa existiendo una veta mística inherente a la faceta humana. Entonces, ¿por qué andamos la senda del descreimiento? ¿Ha afectado la cantidad a la calidad? El hecho de multiplicarnos como especie, ¿va en detrimento de la capacidad para sentirnos individuos?
Hay quien promulga abiertamente que no somos más que un accidente evolutivo que ha tomado posesión de la cúspide de la pirámide alimenticia. Si esto fuera así, me pregunto yo, ¿es que los hombres prehistóricos, las civilizaciones antiguas (cuna del derecho, la democracia y la sociedad que disfrutamos hoy en día), los medievales y renacentistas, los ilustrados y también los déspotas… estaban equivocados? ¿Podemos quedarnos realmente con lo que conviene a nuestros intereses en la Historia de la Humanidad y desechar tranquilamente el resto?
La Física Cuántica nos enseña que, cuanto más profundizamos en los misterios del Universo, menos conocemos de él. La chispa creadora, la razón del ser y del estar, continúa eludiendo nuestra búsqueda constante de solventar las cuestiones que atormentan a nuestra especie desde tiempo inmemorial. Dudo seriamente de que algún día lleguemos a dirimir tan complejos interrogantes, pero lo que aprendemos en el camino, esa senda del entendimiento pleno, representan el mayor tesoro de la búsqueda, como una antigua moraleja iniciática: no es importante la meta, sino lo asimilado en el transcurso del camino.
Entonces, ¿qué es el hombre moderno? ¿Un número? ¿Un voto? ¿Un consumidor? ¿Un creyente? ¿Un caminante? ¿Un buscador?
Probablemente seamos la suma de todo ello, aunque es más que probable que nos importe un bledo. Somos un entramado de complejidades que cada mañana se mira al espejo y está feliz por estar allí donde está, rodeado por aquellos a los que ama y condenado a vivir su existencia de manera más o menos metafísica.
A mí me vale.
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Bella reflexión, Iván. Un
Muchas gracias, Clara. Al
Muchas gracias, Clara.
Al contrario, soy yo el que os agradece vuestro seguimiento. Como suelo decir, sin vosotros, esta página no tendría sentido.
Un saludo y gracias por estar al otro lado.