Probabilidades, elecciones, caminos que aún no han llegado, otros muchos que están por llegar y algunos que, con toda probabilidad, jamás lo harán.
Que la vida supone una elección constante, ya lo sabemos. Pero, ¿impide eso que nos preguntemos con más o menos asiduidad qué habría sucedido de tomar una decisión diferente en uno de esos célebres puntos de inflexión que encontramos por casualidad a nuestro paso? No, claro que no.
Y de repente, el amor. Esa misteriosa conjugación de química biológica, según comentan algunos, y el arcano invisible de los sentimientos que la mayoría no llegamos a comprender. Un día cielo, al siguiente infierno; renuncia y necesidad; eterna dicotomía que confunde hasta la más fría de las lógicas.
Tantos años después de caminar por este sendero de la vida que, según la visión del espectador que nos contempla es corto o largo, todo depende, vas y te topas con lo que menos podrías esperar: un antiguo amor platónico, sí, uno de esos imposibles que un buen día se esfuma para reaparecer ahora con la única intencionalidad de mostrarte que, lo que hace un tiempo se transformó en efímeros rescoldos, puede volver a rugir con la más poderosa de las llamas, insuflado por el único soplo de una pasión que no deseas sentir y que, de hecho, odias sentir (tanto como lo necesitas de manera desesperada).
Lo que fueron miradas furtivas en el ascensor, sonrisas cómplices que denotaban un conocimiento mutuo fortificado por la ignorancia del resto del mundo, gélido disimulo ante los extraños, un saludo entrecortado por la timidez y pasividad excesiva, se convirtieron de repente en un adiós inesperado que relegó esos momentos mágicos, que podrían resumirse en escasos minutos, a un rincón oscuro del corazón del que, probablemente (rezamos por ello), no volverían a emerger.
Pues si quieres sopa, toma dos tazas. La vida es una perra, hermosa sí, pero una perra a fin de cuentas y, cuando las cicatrices de la culpabilidad por no haber tomado una decisión a tiempo parecen cerradas definitivamente, alguien con un sentido del humor nefasto concluye que la tentación vive arriba, que llevas tranquilo demasiado tiempo, sin pensar en según qué cosas, y tratando de olvidar una de las muchas oportunidades que dejaste pasar sin tener la certeza de cuándo o cómo se produciría la siguiente, si es que llega a producirse, y ahí está, la imagen del pasado encarnada en acicate que espolea tu ánimo, taitantos años después, más bella que nunca, volviendo su mirada como queriendo significar: “¡Ey, ahí estás! ¡Cuánto tiempo sin verte!” Los ojos, pasmosas pupilas azules, eclipsadas por los cristales opacos de unas gafas de sol, su vástago de la mano y la distancia de varios metros de adoquines, zanja que se me antoja insalvable, separándonos para siempre. En silencio, volteamos la cabeza al unísono y nos transformamos en dos líneas divergentes en el inmenso telar de la creación. Punto y final.
La existencia, persistente como el verdor que se abre paso a través de nuestros asfaltos, continúa impertérrita su camino y te deja con un palmo de narices, parado en mitad de una escalera pensando que todo ha cambiado en un sentido y permanece patéticamente estático en el otro.
Una palabra susurrada a dos amigos que te acompañan, un nombre que escapa sin quererlo de tus labios y el viento de la tarde arrastra los sentimientos al olvido del que jamás debieron regresar.
Su vida ha cambiado para siempre y tú, para no perder la costumbre, te miras de reojo en el escaparate de una tienda y piensas en tu único amor verdadero: la soledad.
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