Dice alguna que otra vez el maestro Pérez Reverte que España es un país en el que “tenemos tontos y tontas para rato”, entre otras lindezas y verdades incómodas que pocos quieren leer o escuchar. Uno, que admira a Reverte por su agudeza y sobre todo por no tener pelos en la lengua, sabe interpretar sus palabras y juzga que don Arturo no está insultando a todos lo españoles, en absoluto. Insulta a quienes merecen ser insultados y sólo aquellos que se duelen ante estas arengas deberían temer sus afiladas palabras –que ríase usted de la espada de Alatriste.
Dándo vueltas al asunto llego a la conclusión de que, desgraciadamente, tiene razón y, aunque uno realiza un tremendo esfuerzo día a día para conservar la esperanza en el ser humano, para ser más concretos en los compatriotas con los que le ha tocado en suerte vivir, no puedo dejar de observar en ocasiones algunos hechos y actuaciones que por su desvergüenza absoluta y falta de compasión total significan un nuevo golpe en el ánimo.
Muchos de estos vienen promovidos por las mal llamadas (y peor entendidas) fiestas y tradiciones populares.
Observando esta semana, tengo algunas cosas que comentar y, dado que éste es un espacio tan mío como vuestro, me parece el lugar ideal para ejercer mi derecho.
Por culpa de los noticiarios de una importante cadena a nivel nacional me he encontrado con:
Uno: un alpinista, sin ánimo científico ni labor aparente más que el gusto por la escalada, pierde la vida en una montaña remota que a pocos importa. Sin querer ser cruel –por respeto a la familia–, me sorprende la movilización, el capital invertido, el esfuerzo y el riesgo que otros han corrido para salvar su vida. Me produce una honda pena el hecho, por supuesto, de que se tronque un futuro a edad tan temprana, pero no dejo de sentir cierta indignación por la manera que tienen de vendernos la noticia (porque las noticias ya no se dan, se venden, para desgracia de todos). Me planteo los retos que debieron suponer aquellas montañas del pasado, ignotas y peligrosas, para los exploradores que amparados en una necesidad científica, por el bien de la Humanidad y con escasos medios,debo añadir, se embarcaban en la exploración de sus cumbres. No me entiendan mal, comprendo y respeto el espíritu aventurero como el que más pero, ¿no lleva aparejado parte de ese espíritu la posibilidad de perecer? Creo sinceramente que cuando uno juega con fuego,asume el riesgo de que puede quemarse –frase que me vale también para el consabido tema del aborto, con indignación incluida de alguna amiga cercana–. Por tanto, a la tristeza que supone la pérdida de una vida y aunque parezca tener un corazón frío como el mármol, no puedo dolerme tanto por la muerte de un montañero que con afán de vivir emociones perece fruto de un capricho. En un escalafón que desgraciadamente aplicamos a casi todo en esta vida, me afectan mucho más las muertes injustas de criaturas como Marta del Castillo (cuya familia admiro profundamente desde la distancia) o de esas niñas que han muerto atropelladas cuando iban a la feria de su pueblo sólo porque no había un espacio habilitado para cruzar en la calzada o, quizá, por causa de un conductor ebrio. Las víctimas sí me provocan lástima. Esos y esas que querían vivir sanas y seguras y fueron a toparse con la enfermedad o el/la asesino/a de turno. Estas son situaciones que sí me sacan de quicio. Ellas ocupan los primeros puestos del escalafón relegando a un lugar menos próximo a aquellos que fallecen arriesgando la seguridad –propia y ajena– por la necesidad de liberar adrenalina para sentirse –curiosa contradicción– vivos.
Dos: las fiestas y supuestas tradiciones de una España que, irónicamente, parece pelear entre la modernidad y el más atrasado y vetusto instinto. Así, veo muertos y heridos en encierros. Observo a corredores más o menos entrenados, mezclarse con chavales que han abusado de las bebidas espirituosas, y otra clase de sustancias que mejor ni señalar, avanzar ante los astados con paso trémulo. Y, de otra parte, a los servicios de emergencia –que todos pagamos, para que después hablen de lo que le costamos al Estado los fumadores– y a la policía, desesperados, intentando salvar sus vidas en momentos de tensión. Y digo yo, quien se pone delante de un animal de quinientos quilos y dos cuernos como dos catedrales, ¿realmente no sabe lo que se está jugando? El torero sí, pero ese cobra, claro. ¿Qué lleva a una persona a poner su vida en riesgo de manera tan absurda? Puede que la inconsciencia de la juventud. Puede que la estupidez de la madurez. ¿Quién sabe? –¿A que va a resultar que el maestro Reverte tiene razón una vez más?–
No puedo por menos que señalar que estas fiestas populares se amparan en la “tradición” como único pretexto para continuar con la juega estival. La picaresca española emplea la tradición, curiosamente en un país en el que nacionalistas y otros enanos mentales intentan constantemente borrar las mismas. La cosa tiene bemoles y los españoles, por demás, poco arreglo.
Los encierros, con todas sus virtudes y defectos, persiguen una finalidad: la de conducir a los toros hasta la plaza antes de la corrida. Nos gustará más o nos gustará menos, pero hay una razón ulterior –a pesar de que, desde mi punto de vista, el fin no justifique los medios–. En cambio, mi sorpresa ante otras fiestas de nuestra singular España es mayúscula. Algunas, como en la popular “tomatina” de Buñol, se han lanzado más de cien toneladas de tomate entre propios y extraños. ¡Cien toneladas de tomate! Cien toneladas de tomate en un país en el que, gracias a la crisis, no todo el mundo tiene algo que llevarse a la boca. Cien toneladas de tomate en un mundo en el que niños mueren de hambre a diario. Eso es solidaridad, señores, y lo demás es cuento. Y como esta, otras tantas, como la “fiesta de la leche”, conocida en muchas localidades, en las que se derraman litros y litros de un líquido que resultaría vital para muchos, y que termina fluyendo por el desagüe de nuestras calles y plazas. Qué vergüenza. Digo más, qué profunda inmoralidad. De verdad, digno del esperpento de los personajes de algún libro de nuestro Premio Nobel, Camilo José Cela. Menudo retrato hacemos de nosotros mismos. Y es que, claro, mientras derrochamos a manos llenas –sin ser conscientes de que ya no lo están tanto– e ignoramos la necesidad de otros, tenemos la conciencia tranquila. Nosotros, con enviar fondos de ayuda para el desarrollo a Zimbawe, ya tenemos suficiente. Eso sí, para que puedan fundar su propia versión de COLEGA. Serán, por tanto, gays y lesbianas que se morirán de hambre pero que contarán con una asociación donde ser reconocidos con la dignidad que merece toda persona –sin importar si sus estómagos están llenos o vacíos–. Esa es la visión que tienen nuestros dirigentes de las cosas mas, observando nuestro propio comportamiento, ¿qué podemos esperar? ¿Tenemos lo que nos merecemos? Apañados vamos.
Tres: y esta no viene del telediario, sino de la experiencia cercana de un familiar, –aunque tiene gran relación con todo lo que he contado antes–. En la página web de un conocido diario del sur de España, apuntando unas declaraciones de José Blanco, una persona de mi entorno, que es funcionario –para más señas–, ofreció otras soluciones y medidas que podían ser tomadas antes de congelar el sueldo a los empleados del Estado que ocupan los puestos más bajos del escalafón –según palabras suyas, de las que no dudo, hay personas que lo tienen realmente complicado para llegar a final de mes. Vamos, que ni todos los funcionarios son unos vagos, ni la mayoría gana un dineral, para que nos entendamos–. ¿Qué creen ustedes que pasó? Sus medidas debían ser realmente buenas y, lo que es peor, daban que pensar, así que rápidamente, el ojo entrenado del encargado de supervisar los comentarios de la web, lo censuró. Para mayor sorpresa, pudo mi familiar comprobar que, entre los comentarios de otros usuarios, había gran cantidad de insultos y apuntes que faltaban al respeto del Sr. Blanco, y no habían pasado por el cuchillo cercenador de libertades del censor, mientras que el suyo, que simplemente enumeraba unas cuántas soluciones factibles como alternativa a las medidas promulgadas por el Ejecutivo, sin necesidad de palabras malsonantes ni improperios de ninguna clase, había sido rápidamente eliminado. No contentos con ello, los responsables de la página web, además, efectuaron un barrido de IP, que sirve para localizar la dirección virtual de lo usuarios que realizan los comentarios y obtener así información de la misma, probablemente para prevenir futuras intervenciones. Cosas así no se veían ni en la Alemania nazi, vamos. Ante tal situación, mi familiar, un tanto indignado, repitió la operación, esta vez para quejarse de la carencia de libertad de expresión que, claramente, estaba coartando –repito– un periódico de la ciudad. Ni dos minutos tardó el pirata informático que regenta la sección en volver a hacer desaparecer su protesta.
Pues va a ser verdad, don Arturo, tenemos tontos para rato. El problema es que los tontos, nos gobiernan, deciden sobre nuestras vidas, nuestro dinero y nuestro futuro, como individuos y como país y, para remate, nos suministran la información que les interesa, cómo les interesa y cuándo les interesa, sirviendo a sus propios fines y los de sus allegados sin contemplar el bien de la mayoría.
Los tontos nos lideran y España es su cortijo.
Pero nada importa. Mientras sigamos teniendo el fútbol, las fiestas “tradicionales”, la feria, el alcohol y la macro-discoteca, todo irá bien. “Pan y circo”, señores, “pan y circo”.
Si cuando digo que hay cosas más terribles que la caza de los no-muertos… La realidad sigue superando ampliamente la ficción.
Como siempre, un saludo a todos.
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