Siempre he defendido que es necesaria una izquierda en España. Una izquierda decente, luchadora y coherente. ¿Por qué? Sencilla cuestión, porque el mundo no es negro o blanco –o azul y rojo, si lo prefieren–, sino que está compuesto de una miríada de matices grises. Quizá esa sea la razón por la que nunca he pertenecido a la militancia de ningún partido político. No me caso con nadie porque nadie se casa conmigo, entre otras cosas, y porque también tengo la mala costumbre de pensar por mí mismo y no duraría frente a la disciplina de partido ni dos telediarios. Quizá por ello, para la izquierda soy un facha –lo es cualquiera que critique sus políticas, por nefastas que sean– y para la derecha soy un rojo –por tener ciertos valores sociales que nos convierte en individuos subversivos–. Ya no sabe uno de qué color investirse, así que me quedo en el neutro que les da caña a unos y otros, y bien a gusto que me encuentro.
Hablaba el otro día con un buen amigo, progre irredento, al que tengo enorme aprecio y por el que siento gran cariño. Y como es costumbre en nosotros, terminamos arreglando España, esa añeja costumbre adquirida que no somos capaces de evitar en las charlas de café y libros. Aunque normalmente acabamos en posturas contrapuestas, me sorprendió con una frase que me dejó huella: “Me declaro socialista y estoy orgulloso de ello, a pesar de que nuestra historia no ha sido la más brillante en el pasado reciente. Pero has de entender que ahora no somos los socialistas del pasado”. “Para bien y para mal”, le respondí lanzándole una pequeña pulla que él prefirió ignorar. “Pero me siento profundamente avergonzado de la situación que vivimos. Soy socialista pero jamás podré ser zapaterista ni sanchista”, proclamó con cara de abatimiento. “Me avergüenza profundamente lo que veo, amigo mío, y no puedo ser cómplice de todo esto”. Para mí fue como una catarsis que me devolvió la esperanza. Cada vez que encuentro un progre o un pepero capaces de criticar lo que hacen sus partidos recupero algo de fe en el españolito de a pié. Y es que, entre muchas otras cosas, comentamos la coherencia del ex-ministro Corcuera. El valor de la vieja guardia al oponerse a la gestión de Sánchez y la vehemencia con la que han sido capaces a alzar la voz en su contra, escandalizados, entre otras cosas, por su alianza con los comunistas de Podemos.
Me vino entonces una cuestión a la cabeza. En muchas de las sociedades incivilizadas –para algunos– el consejo de sabios de la tribu está formado por sus mayores, que quizá ya no sean capaces de cazar o de correr vigorosos con la lozanía de la juventud y se encuentran cansados y achacosos, pero los jóvenes saben algo que nosotros parecemos haber olvidado: poseen la sabiduría que únicamente puede conceder la edad. Más sabe el diablo por viejo que por diablo, que reza nuestro siempre sabio refranero popular. Aquí en cambio, despreciamos sus palabras, su labor del pasado y los consideramos la vieja guardia, como si fuera abuelos gagá que nada tienen que aportar. Es un gigantesco error. Quizá por eso sigo valorando la sabiduría de José Luis Corcuera o la coherencia de Julio Anguita, aunque estemos enfrentados en muchas de las cuestiones ideológicas que nos separan. Quizá es por personas como ellos por los que aún creo que la diversidad de opiniones es sana para la democracia. Quizá es por eso que, como a mi amigo, me avergüenza profundamente la izquierda española de la actualidad y me parece tremendamente peligroso que no exista en España una izquierda decente y segura de sus propósitos, que deberían ser los de todos.
Puede que aquí radique uno de los problemas. No es tanto una cuestión ideológica como el hecho de ser hombres de estado. Si no tenemos a España y los españoles como prioridad, como camino y meta, ¿cómo vamos a dejar atrás las diferencias para remar en el mismo sentido de la navegación? ¿Es que no hemos aprendido nada de la ejemplar Transición que llevaron a cabo nuestros mayores hace cuarenta años? Así nos va, con unos exhibiendo la bandera de España como si les perteneciera y con los otros multando a quienes la exhiben, escupiendo sobre ella o quemándola.
Nuestro mayor problema está dentro de las instituciones, pero viene alentado desde fuera de nuestras fronteras. Por ello, creo que ninguna persona de bien, sea de izquierdas o de derechas, debería defender lo indefendible. Pero estando el patio como está, miedo me da pensar lo que nos queda por ver.
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