El triunfo de los mediocres

          He llegado hace escasas horas de disfrutar con la adaptación para ballet de la célebre obra de William Shakespeare, Romeo y Julieta. La plasticidad, la belleza, la elegancia de los movimientos, perfectamente estudiados y ejecutados, ensayados hasta la extenuación por parte de los jóvenes pero enormes profesionales del Ballet del Bolshoi, la coreografía, el vestuario, la belleza, la fuerza, la pasión y la dulzura de las composiciones musicales de Segei Prokofiev me han conducido a una de mis célebres reflexiones que ahora comparto con vosotros.

         Se sabe que una civilización se encuentra en su cenit cuando produce Arte bello o por la belleza de su Arte, que para el caso, es lo mismo. Por tanto, como las comparaciones son odiosas, pero yo no me arredro en hacerlas cuando considero que no queda otro remedio, invito al lector a pensar en qué momento nos encontramos. ¿Es bello nuestro actual Arte? ¿La arquitectura de nuestros edificios es comparable a la de los clásicos que forman parte no solo de nuestro patrimonio sino del de la Humanidad? ¿Es la escultura actual remotamente parecida a algo hermoso o apenas una sombra deslustrada de lo que fue en su origen? ¿Triunfan los pintores cuyas obras albergan una belleza capaz de tocar el alma o el mercantilismo y la estupidez esnobista de una mayoría iletrada ha logrado convertir en una burla lo que otrora fuera brillante representación de la realidad? Reflexionemos sobre ello, pero, como ya mencioné, las comparaciones son odiosas. Conste en acta que hablo de Arte, porque es lo que toca, pero las letras no escapan a esta terrible comparación cercenadora que dejaría muy pocas cabezas salvadas de la proverbial pica.

          Esto me ha llevado a recordar lo aprendido sobre un tema que me apasiona, la Historia del Arte en sí misma. Tiempo ha, el Arte reposaba liviano sobre los hombros, normalmente lustrosos, de una clase privilegiada. Cargos religiosos de peso, nobles, reyes o cortesanos encargaban y gozaban de composiciones musicales, pinturas, esculturas y construcciones que escapaban de las manos de la mayoría, bastante menos cultivada y sin posibilidad adquisitiva para deleitarse con semejantes obras. El Arte era elitista, sí señor, como lo eran los conocimientos mistéricos, como lo era lo Sagrado (así, con mayúsculas), como lo era cualquier cosa que mereciera la pena conservar o legar, siempre a un reducido círculo de personas convenientemente adoctrinadas. Y de repente… de repente la civilización pega (o le hacen pegar, todavía no lo tengo claro) un golpe de timón y ¡zas!... llega la democracia con su rasero imposible y estipula sin temor a equivocarse que todos somos iguales. ¡Albricias! ¿Todos lo somos? ¿De verdad? Quizá para lo que algunos conviene, pero desde luego, no en otros sentidos que deberían ser fundamentales. Las antiguas tradiciones comienzan a convertirse en objeto de burla, los valores se camuflan de meras normas trasnochadas, el romance se trastoca lubricado por el animalesco rito del apareamiento y el Arte… ¡ay, el Arte! El Arte también ve clavadas las garras de la igualdad en su lomo y pasa de ser belleza, a ser, simplemente (que no es mucho, si ustedes me lo permiten).

          No hace demasiado, acudí a una conferencia en la que tocamos de manera tangencial un tema similar, aunque relacionado con otros ámbitos, ámbitos cuyas fronteras rozan vecinamente las del Arte, pero que obviaré aquí por no convertir la reflexión en estudio prolongado e inútil de algo que sabemos bien. El ínclito conferenciante (cuyo nombre también omitiré para que no reciba la estopa que a buen seguro me lloverá a mí) me dijo en la intimidad que había ciertos aspectos de la vida que no podían democratizarse. ¡Caramba! Yo, hijo de la democracia, orgulloso de ella, había tenido mis dudas, pero no había contemplado este punto de vista con la profundidad que merecía. Hoy, tras pasar por el ballet y encontrarme cara a cara con la belleza del clasicismo, no puedo por menos que estar de acuerdo con este hombre sabio.

          Vivimos en los tiempos de la vulgaridad victoriosa. Asistimos impasibles al triunfo de los mediocres, esos que nada saben, pero les encanta aparentar todo lo contrario. Los que nunca debieron elevarse y que hoy se encumbran en lugares que jamás había ensombrecido la inmundicia de su pensamiento, la banalidad o la estulticia que es su savia, la mercadería de una minoría ávida de riquezas y la poca vergüenza de la mayoría que la sigue, la ausencia de valores de un mundo que no evoluciona sino que se conforma con asistir a su declive de manera pasiva, mansamente, como corderos que enfilan el matadero con la alegría de la ignorancia, de una ignorancia bien definida y mejor impuesta por el pastor de turno.

          Hace poco, en una conversación bastante trivial, le decía a mi interlocutor: “una persona no es nada sin valores”. El interpelado se mofó de mí. Claro que sí. Porque seguir la senda correcta, creer en el amor romántico o en el honor, fundamentar nuestra existencia en una serie de valores, pensar que somos más que carne y sangre en un recipiente finito es algo, como poco bohemio, y como mucho ridículo en los tiempos que corren. Es el camino del juego de la oca, complicado, repleto de obstáculos, aleccionador, místico, frente al sendero que corta camino saltando de oca en oca y tirando porque le toca. Así se han planteado los mediocres mediocrizar la sociedad. Así han ganado las analfabestias el juego, el set y el partido. Así estamos y no nos damos cuenta, porque nos crean preocupaciones constantes que distraen nuestra atención. Han triunfado, porque el camino fácil siempre será el seductor. Han triunfado porque la mediocridad, amigos míos, es terriblemente contagiosa.

         Y sí, ahora, después de tantos años, acabo de comprender que soy un elitista, que detesto la mediocridad y que, en lugar de desesperar por nuestra situación, aspiro a que mejore, lo que me convierte en un irredento optimista.

          ¡Qué cosas!